Sábado por la noche

En los pueblos la gente es más fea y más agreste. En los pueblos hace más frio, se come más y mejor y se consumen más y mejores drogas. Quién no ha oido aquello de: “La cocaina, como en mi pueblo, en ningún lao”. Los pueblos están tecnológicamente atrasados. En los pueblos se bebe mucho a precios más bajos y se practica el incesto. Por eso todos tienen el mismo apellido.
O eso es lo que nos dice el subconsciente colectivo como urbanitas. Lo cierto es que a pesar de que mi móvil andaba seco de cobertura, la conexión de internet del Bed&Breakfast de Lochinver (pronunciese Lojinva’, situado al Norte de Escocia) era tres veces más rápida que la mia. La hija del casero de 8 años me dio una lección profesional sobre sus juegos internautas favoritos. “Los mejores son los de tortura”, decia mientras intentaba matar a vasazos una polilla que descansaba sobre la mesa. En cierto modo me alegré de que su favorito no fuera More Sex, disponible en esa misma página. Su madre apareció justo en el momento en el que yo decia: “Ahora me toca a mi!” y por su expresión ví que no le haci ni pizca de gracia que su hija dedicara el tiempo de estudio a tales menesteres. En ese preciso momento decidí hacerle una visita al pub del pueblo. Pero antes tenia que comer algo, y todas las guías recomiendan el Pie Maker local… el horno resultó un fiasco, precios desorbitados y pasteles de carne secos. Tras la decepción culinaria intenté estimular mis ánimos: “El pub será divertido”. Y de algún modo lo fue.
La bienvenida fue ceremoniosa: en cuanto puse un pie en la puerta el silencio cayó como una losa. Casi tres meses después de la aplicación de la prohibición del tabaco, ese local todavia apestaba a humo y a humedad, un aroma de los que penetra en la boca y se puede hasta saborear. Si de algo sirvió fue de que mis ganas por ingerir una pinta se multiplicasen. Una moqueta llena de manchas, una tele en una esquina retransmitía con una señal pésima un noticiero local y una galeria de personajes profusos me miraba fijamente. Tras pedir y pagar la bebida, algunos clientes volvieron a sus murmullos mientras que otros desviaron su mirada hacia la tele.
Me senté en la única mesa que quedaba libre. Sobre ella, en una esquina descansaba media pinta de Guinness y una nota: “A David, que bebia siempre en este bar. Salud, amigo, no te olvidamos!” Qué mal rollo. Pensé en Alicia en el Pais de las Maravillas, y por un momento se me ocurrio que si me bebia aquella cerveza comenzaria a crecer.
Alli, sentada con mi pinta, no me atrevia a desviar la mirada del vaso mientras bebia compulsivamente. De fondo, podia escuchar los parloteos del barman: “Anoche vino un extraño. Y Bill queria pegar al extraño. Y yo dije: “Si quieres pegar al extraño no va a ser en mi bar. Te vas a tener que salir a la calle a darle la paliza”.
Eso no ayudó a que me relajara. Tampoco ayudó que uno de los enormes caballeros situado en la otra punta de la estancia se levantara y cruzara el bar hasta donde yo estaba y me preguntara: “Who the f*ck are you?” Ante una pregunta de este calibre, qué se supone que hay que decir?: “HI! Nice to meet you, my name is Pussy!”? Yo estaba aterrada y lo único que pude articular fue: “I’m a stranger. Please, don’t mind me”. Lo que sonó a “Por favor, señor, no me mate, le juro que no diré nada a nadie si me deja marchar”. Al barman la intrusión del cliente no le impresionó lo más mínimo y se enfrascó en una acalorada discusión con el agresor que terminó en un: “Si te vuelvo a ver por aquí llamaré a la policia” y en una estampida con patada en la puerta. Lo que se traduce en el final de una vida social. Si te echan del único bar de la aldea posiblemente te tengas que transladar a otra. Y todo habia sido por mi culpa.
Queria irme de alli lo antes posible, pero no podia desaparecer dejando la pinta a mitad, quién sabe, es probable que en estos lugares bárbaros sea un gesto de ofensa no terminarse la bebida. Tragué lo más rápido que pude el final de la cerveza y tuve la extraña sensación de estar siendo observada. Me giré, y de la sombra de una puerta entreabierta una niña con síndrome de down me contemplaba mientras decia algo asi como : “bah, bah, bah, bah”. Dejé la pinta en la barra y salí disparada. Al menos, el gordo agresor no me estaba esperando en la puerta. “No, si hoy va a ser mi dia de suerte”, pensé.
De camino al B&B, dos niños, uno disfrazado de Elvis y otro de Darth Vader se pegaban y me sentí con la obligación de separarlos. Recibí un par de puñetazos en las piernas pero lo conseguí. Siempre me quedará la duda de quién hubiera ganado.
El domingo, feliz como estaba de estar viva, me volví a Edimburgo agradeciendo el asfalto, la polución y el anonimato. Si es que los estereotipos siempre tienen algo de cierto.